Abstract:  Todo proceso de desarrollo lleva implícita la movilización de recursos hacia la producción de bienes o la prestación de servicios, para atender necesidades o aprovechar oportunidades, buscando el bienestar de la población y obviamente la remuneración de los inversionistas o propietarios. Los recursos utilizados son de variado origen: humano, animal, vegetal, mineral, tecnológico, logístico, administrativo, financiero, informático, institucional, energético, etc.; estos insumos en todo caso son bienes económicos se compran y venden y se establecen en el entorno que rodea la actividad humana.  Las organizaciones internacionales y las comunidades académicas y científicas en todo el mundo, se vienen mostrando cada vez más apremiadas por encontrar la mejor manera de conciliar la economía con el medio ambiente. La gran dificultad estriba en la ausencia de metodologías idóneas que incluyan precios para calcular el valor de las repercusiones positivas o negativas, que sobre los sistemas ecológicos se derivan de la actividad humana y, desde luego, la clara imposibilidad de asignar valoraciones inequívocas a los llamados «bienes ambientales».

Es claro que los precios observados en los mercados convencionales no están en condiciones de proporcionar información alguna sobre la «disposición a pagar» por bienes ambientales, como agua y aire más limpios, biodiversidad o estética del paisaje, o los costos de los procesos degenerativos de suelo, subsuelo y fuentes hídricas producidos por derramamiento deliberado o casual de petróleo, o por métodos de sospechosa eficacia como la fracturación hidráulica o fracking,  o por la irracional explotación minera a partir de mercurio o cianuro, o por la ganadería intensiva. A ninguno de estos efectos se les suele asignar un precio, sin embargo, estas repercusiones dado que afectan el bienestar de las comunidades, debe ser objeto de singular interés por parte de los analistas.

La teoría económica ofrece un marco de referencia en el cual se pueden ubicar todas las situaciones en que las actividades de un agente generan consecuencias positivas o negativas sobre otros entes económicos. Podemos simular nuestro análisis hacia un bien no económico o libre, esto es, abundante en forma ilimitada y sin precio, de modo tal que lo pueda utilizar el que quiera y en la cantidad que desee, sin privar a otros de su consumo. La racionalidad económica en este caso se manifiesta en la tendencia por parte del usuario de gastar la cantidad que necesite, y los productores emplearán técnicas intensivas en su consumo con el fin de minimizar costos. Se identifica entonces un estado de equilibrio ideal, es el caso, de las actividades de pesca, recreación, navegación, fuente para acueductos, etc. sobre un río, que determina que el uso intensivo que haga un agente no afectará el disfrute que las demás hagan de este. No obstante, si el usufructo por parte de alguien disminuye la posibilidad de disfrute  por parte de otros, se pierde el estado de equilibrio, esto sucede cuando los desechos industriales, por ejemplo, producen salinidad en el agua y determinan que los usuarios tengan que reemplazar su utilización por pozos subterráneos, entonces, el costo de extracción de agua es el valor que la gente estaría dispuesta a pagar por el aprovechamiento  del río -costo de oportunidad-

 

Debemos aprovechar y aplicar la lección que se deriva de este análisis: siempre que se pretenda dimensionar una inversión, se deben incluir junto con los materiales el insumo denominado medio ambiente, buscando en lo posible su valoración en términos monetarios. Dentro del mismo enfoque económico del problema podemos añadir otra preocupación en torno al uso de los bienes o recursos ambientales; cuando los mercados no reflejan los daños derivados de la actividad económica sobre el medio ambiente, traduciéndolos como costos, dichos efectos no inciden en las decisiones económicas de productores y consumidores, dando por resultado obvio una sobreutilización y desperdicio de esos recursos ambientales, que conducen a procesos acelerados de degradación no controlada. Lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta, indica sabiamente el adagio popular.

 

La concepción moderna del desarrollo no debe estar orientada exclusivamente a la utilización óptima de los recursos disponibles para atender las necesidades de la población, sino que también debe considerar las condiciones en que el ser humano utiliza y modifica su medio ambiente, en una prospectiva vital. Como sabemos, el sistema económico no es cerrado y menos auto sostenido, se advierte una continua influencia recíproca entre el proceso económico y social y, el medio ambiente, por eso podemos afirmar que la naturaleza desempeña un papel bien fundamental en el proceso económico y, por ende, en la formación del valor.

 

Cabe anotar, que la valía de los bienes ambientales no puede reducirse al precio que le otorgamos derivado de su uso como factor de producción o bien de consumo, sino que posee adicionalmente un valor intrínseco -valor de existencia-, propio de su capacidad para mejorar las condiciones de vida de la sociedad presente y futura; además podemos observar que los efectos de las modificaciones que se hacen en el medio ambiente están sujetas a un mayor grado de incertidumbre que las consecuencias que se desprenden de la producción y consumo de los bienes económicos convencionales. Otras consideraciones apuntan a vincular en el análisis la eficiencia económica y la equidad intergeneracional; y algo aún más difícil y motivo de permanente controversia, es la búsqueda de una tasa de actualización que incluya dichos efectos ambientales futuros. Por lo tanto, encontramos que los métodos tradicionales para identificar costos y beneficios derivados de las nuevas inversiones no son lo suficientemente apropiados para abordar las consecuencias, que sobre el medio ambiente se pueden generar, por esta razón, y este es el gran reto actual de los analistas empíricos y teóricos del tema, en el propósito de diseñar nuevas herramientas idóneas que incluyan explícitamente consideraciones ambientales.

 

La inexistencia de mercados convencionales para la mayoría de los bienes y servicios ambientales plantea el problema de cómo incidir en las decisiones de productores y consumidores para controlar sus actitudes degradantes o tóxicas. A pesar de la evidencia de externalidades nocivas, estas no suelen incidir en el comportamiento de los agentes económicos, puesto que no existen mecanismos idóneos y explícitos que determinen la obligación de asumir los costos del deterioro ambiental derivados de los procesos productivos o de consumo, lo cual explica necesariamente, reiteramos, un creciente nivel de contaminación. Lo anterior conduce a reconocer como necesaria la intervención estatal en asuntos que comprometen al medio ambiente. En la práctica se han venido ofreciendo dos opciones: las normas de imposición y control y las herramientas económicas. Las medidas de control se fundamentan en niveles de contaminación máximos aceptados por las autoridades ambientales, es el caso del ruido en las cercanías de los aeropuertos o los que irradian los centros de diversión. Las herramientas económicas buscan controlar la contaminación mediante la intervención en el mercado a través de impuestos que desestimulan ciertas prácticas o actividades que afectan directa o indirectamente el medio ambiente y la oferta de subsidios para quienes empleen procesos limpios. Será necesario encontrar mejores mecanismos institucionales para poner en práctica aquella frase contundente, el que contamina paga.

Pero lo más preocupante es que los líderes del mundo no parecen comprender la urgencia de comenzar a actuar seriamente  contra el “calentamiento global”, en concordancia a los planteamientos rigurosos que se suelen presentar en simposios a nivel planetario, cuyos resultados dejan  el sabor amargo de la incomprensión y ausencia de compromiso y voluntad política de los principales Estados del mundo desarrollado, que son sin duda los mayores contaminadores, lo que crea una desesperanza en torno a los verdaderos alcances y efectos de estos encuentros ecuménicos.

Se trata llamar la atención a nuestros lectores -estudiantes, profesores, investigadores, profesionales, funcionarios, empresarios, líderes políticos-, a los ciudadanos y a las autoridades para que entre todos podamos diseñar políticas públicas y entronizar costumbres, especialmente en las nuevas generaciones, que garanticen el uso adecuado de los recursos y la disposición final de los desechos, que produzcan el menor daño posible en el sistema ecológico, que en este contexto reiteramos, resulta íntimamente relacionado con el éxito de la economía y de las organizaciones sociales, que buscan necesariamente compaginar y complementar los criterios de equidad y eficiencia.

Juan José Miranda M.